Lo escribía el otro día y lo mantengo: estaba  a favor de los motivos de la huelga pero no con su convocatoria, porque al final no sirve para nada, nada cambia y sólo sirvió para que muchos trabajadores se tuvieran que tragar su orgullo y convicciones e ir a trabajar por miedo a perder su mal pagado empleo. Sin embargo, sin entrar en las cifras, que como siempre son una tomadura de pelo para todos los ciudadanos por ambas partes, hoy me he levantado con una sensación más dulce que agria por los resultados del 14-N. Y es que me dan igual las cifras, lo que me ha gustado es la movilización que ha habido. Ver las calles, no de Madrid o Barcelona, sino de Cádiz llenas de gente manifestándose me ha producido una gran alegría, porque para mí ése era el verdadero objetivo de esta protesta.

Lo que esperaba y he visto es que la gente empieza a movilizarse donde debe hacerlo, en la calle, Los ciudadanos, porque aquí no se puede hablar sólo de trabajadores, sino de toda la sociedad, ha asumido que no puede estar callado o quieto en su casa lamentándose de cómo van las cosas, sino que debe mostrar su enfado saliendo a la calle, manifestándose, exigiendo cambios y sobre todo reclamando soluciones a esta situación por la que atraviesa el país. Y más aún, me ha entusiasmado que hayan ido de la mano los trabajadores, los parados, los jubilados, los deshauciados, los enfermos… todos, sin reproches mutuos, sin fractura social. Unidos por una causa justa y común: que están hartos de ser ellos los paganos de toda esta crisis.

Es cierto que no fue la mayor manifestación habida en Cádiz, que todavía falta demasiada sensibilidad entre muchos ciudadanos (de ahí el ese sabor agrio del principio), pero se ha dado un paso que debe ser el primero de muchos otros, porque sólo con la unión de todos se logrará cambiar algo. Es cierto, y ya Rajoy lo ha dejado claro, que el 14.N no va a cambiar nada de forma inmediata, pero tampoco nadie esperaba que hubiera cambios en el tema de los deshaucios y la presión popular, el papel de los medios de comunicación (que esta vez sí han realizado perfectamente su labor) y la desgracia de un par de suicidios han servido para dar unos primeros pasos para buscar una mínima solución.

No quiero más muertes para cambiar nada porque lo único que no tiene remedio es la propia muerte, pero si confío en que ese espíritu de unión y de protesta del 14-N se mantenga y ayude, poco a poco pero sin pausa, a cambiar una forma de gobernar y de entender la economía que se basa en explotar a los que menos tienen para mantener los privilegios de los que más ganan.

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Cada cual es muy libre de pensar como quiera, pero también de respetar las opiniones de los demás. Por eso no entiendo la eterna, porque esto no ha acabado aún, pelea por los matrimonios homosexuales. Si dos personas se quieren –y ya es difícil encontrar a alguien que ni siquiera te aguante en estos días—por qué siempre debe haber alguien que venga aguarles la fiesta. ¿Realmente va a cambiar algo el hecho de que se llame matrimonio o pareja de hecho? Mientras tengan los mismos derechos, deberes y obligaciones –y ahí está la clave de todo este entramado—qué más da cómo se denomine que dos personas vivan juntas y compartan sus vidas.
Como insisto muchas veces, soy casi de una generación pasada y uno de mis recuerdos infantiles en el cine de barrio de mi ciudad era, entre otros, la película ‘Sor Citroën’, la monja (Gracita Morales) que se metía en todo tipo de problemas y que te hacía reír cada vez que la veías… hasta que la volví a ver no hace tantos años y comprendí lo que se decía en ella y yo no llegaba a entender de crío. Por ejemplo, en una de las escenas visita a una mujer que le abre la puerta con el ojo morado y que se queja de que su marido le sigue pegando, a lo que Gracita Morales le responde “paciencia mujer, ¿no será que eres tú quien le provocas?”. Nunca más he vuelto a ver esta película y por supuesto nunca más he vuelto a creer que ‘eso’ sea un matrimonio, por muy heterosexual que sean sus miembros.
Respeto que la Iglesia y que muchos miles de ciudadanos crean que sólo a la unión de un hombre y una mujer se le pueda llamar matrimonio, como respeto a quienes no les gustan mis artículos, pero no por eso tienen razón. Un matrimonio (que es algo mucho más serio que un artículo mío) es la unión de una pareja que libremente se une para ser felices, para desarrollarse juntos, evolucionar y si quieren y pueden procrear y mantener la especie (y aquí la adopción es un sistema tan válido como cualquier otro). Creo que es así de simple… y así de complejo. ¿Para qué vamos a complicarnos la vida intentando marcar diferencias o poniéndoles matices de cómo se llama esa unión si lo que se busca es lo mismo en todos los casos: vivir juntos y ser mejores personas?
A lo mejor el problema es que quien no acepta la homosexualidad o cualquier otra forma de expresión sexual insiste en su obsesión por ver perversión donde no la hay, en querer ver sólo sexo, cuando es simplemente amor. Y en esta vida es complicado encontrar a quien querer o a quien te quiera como para que venga alguien de fuera a joderte la vida.

Uno de los problemas de la crisis es que siempre crean una fractura social. Los ricos son más ricos; los pobres, más pobres; las clase medias se ven abocadas hacia abajo y hasta los funcionarios empiezan a ver cómo se difuminan sus privilegios para convertirse en simples trabajadores y no en esa clase ‘especial’ que eran antes. Sin embargo, me preocupa seriamente la sensación que se está implantando en este país, primero casi de enfrentamiento, pero con camino de fractura muy seria entre trabajadores y desempleados. Ya no se trata del discurso del típico tertuliano que deja caer que la solución es acabar con el pago del paro o del dirigente empresarial que exige más dinero para ayudar a crear empleo que a ayudar a los que lo han perdido. Ahora se trata de una polémica que está tomando la calle, que se oye cada vez más  y que, me da la sensación, va calando poco a poco pero inexorablemente entre una parte de la población.

Se entiende que los que trabajan están viendo cómo el Gobierno les está abrasando a impuestos, que las empresa en nombre de las crisis les rebajan sus salarios y cómo, paralelamente, los servicios que se les ofrecen por este esfuerzo se ven reducidos drásticamente y deben pagar por la sanidad que ya abonan cada mes, por la educación de los hijos o incluso por cuestiones más locales, como las huelga de las contratadas en demasiadas localidades. Y cuando uno ve mermado sus ingresos y sus derechos siempre se acaba buscando un culpable. Primero el Gobierno de turno y luego, tras tragarse los mensajes machacones de éste de que lo que hace lo hace porque no le queda más remedio, se busca a quienes perciben los impuestos que ellos pagan, como son los jubilados y los desempleados. De estos, a los primeros se les perdona, de momento, porque la mayoría tiene un padre o una madre y no es cuestión de quitarles su paga… no sea que se queden sin nada y se instalen en casa de sus hijos. Pero con los parados, cada vez hay menos perdón.

Es lamentable oír cómo se les acusa en demasiados foros, incluidos la propia calle, de cobrar por no hacer nada y de negarse a trabajar. Es cierto que en este país está en sus genes el espíritu de la picaresca del siglo de Oro, pero tampoco se debe olvidar que las generalidades nunca son buenas y mucho menos justas. Que un 25% de la población activa no tenga empleo y cobre una miseria de desempleo no es un privilegio, sino un drama y los tiempos del ’me quedo en casa’ son cosa del pasado, porque ahora mismo lo que la gente quiere no es un buen empleo, sino subsistir, llegar a final de mes como sea. Culparles de los recortes de quienes aún trabajan es inmoral, porque abre una fractura que será difícil de cerrar y porque, sobre todo, abre un debate que de fructificar puede abocar a este país no al enfrentamiento verbal y la discusión, sino al de la supervivencia. Y entonces los Mercadonas no se asaltarán para salir en la tele, sino para comer. Y cuando hay hambre, el enemigo no es sólo el Estado, sino todo el que tenga algo, aunque sea un trabajo cargado de impuestos y con menos recortes.

Por un convencimiento moral y ético más que político o sindical siempre he defendido el derecho a la huelga y por eso creo que la convocada para el próximo 4 de noviembre no sólo está más que justificada sino que tiene todos los elementos necesarios para que se respalde… aunque no vaya a servir para nada. Las huelgas son la manera en la que los trabajadores muestran su enfado y su disconformidad con las políticas económicas y de recortes del Gobierno de turno. Pero esto ya se sabe sin tener que hacer una nueva. No hay ciudad grande o pequeña que no tenga casi a diario una protesta en sus calles a diario por estos recortes del actual Gobierno, no hay conversación (ya ni siquiera hace falta una bara del bar para hacerlo) en la que todo el mundo muestre su cabreo con una política que nos está llevando al caos y a la desolación a medio país. Por eso, ¿para qué hacerlo más patente? ¿Para ver, ahora sí, cómo los funcionarios la van a respaldar? ¿Para poner en un brete a los trabajadores que tienen un empleo pero no si tiene un futuro si se animan a jugarse su sustento parando su actividad?.
Creo en las huelgas cuando pueden cambiar algo pero ésta no lo va a hacer, por desgracia, y sólo va a servir para ratificar que todos estamos hasta los mismísimos de estos políticos y que la única solución sería la que pudieran hacer ellos y dejar de ‘trabajar’ no un día, sino varios meses para que esto cambie, porque sin ellos quizás no encontremos la solución, pero a peor no íbamos a ir. Y que nadie se llame a engaño la chorrada de Rajoy de que la huelga es mala para la economía y la mala imagen de España es algo que no se lo creen no ya sus votantes, sino muchos de sus militantes. La fotos del New York Times de gente cogiendo comida de las basuras no es un complot judeo masónico, sino un triste reflejo de una realidad cada vez más numerosa, como la de los deshaaucios constantes y la gente tirada en la calle sin tener qué comer o la campaña de Cruz Roja para ayudar a los españoles en apuros. Esa es la mala imagen de este país que él ha propiciado, curiosamente anunciando en las elecciones que iba a hacer todo lo contrario. Y esto seguirá así mientras no decida cambiar de política, pensar en los ciudadanos de a pie y deje de creer que, mientras él tiene un sueldo y muchos privilegios asegurados, el resto de españoles deben seguir apretándose el cinturón por el bien de España.
Y, ustedes se preguntarán, que tiene ver esto con la mafia china, al margen de que la palabra mafia se relacione cada vez más con la política que con cualquier nacionalidad, pues quizás poco, pero algo sí. Si durante estos últimos años hubiera habido menos interés en sacarse fotos con el cabecilla de la trama defraudadora y más en investigar cómo alguien se hace multimillonario exportando farolillos chinos, quizás ahora el Gobierno tendría unos cuantos de miles de millones de euros más para ayudar a la pobre banca sin quitárselos a pensionistas o parados. Y ya que hablamos de huelgas y sindicatos, si Sánchez Gordillo hubiera estado un poco más hábil e informado en lugar de estar buscando televisiones, debería haber ido a Fuenlabrada y no a un Mercadona a ‘sacar’ unos carritos de esos llenos de billetes, que a buen seguro que sí habrían ayudado más a los jornaleros que unos kilos de arroz, aceite y galletas

La desgracia de estar en el paro, o por lo menos una de ellas, es que con el tiempo se acaban convirtiendo en un número, en una estadística. Se habla de tres, de cuatro, de cinco, de seis millones de desempleados como quien habla del número de flores de un campo, sin importar que detrás de cada cifra existe una realidad personal, un drama que ya no es sólo personal sino incluso familiar, que se convierte en tragedia en demasiados casos y en un insulto en todos ellos. Y es que estoy harto de ver cómo se empieza a criminalizar a los parados como si se tratasen de delicuentes que sólo cobran un desempleo o una subvención para quedarse en casa sin hacer nada, para tocarse las pelotas a costa de los que sí trabajan, como si vivir con 426 euros, con 600 o con 800 fuera la panacea con la que todo el mundo sueña para darse la gran vidorra.

Estoy harto de que siempre se generalice con los que más sufren (incluidos los que ni siquiera cobran nada) y nadie se pregunte por qué esos parados lo siguen siendo. Y la respuesta es muy sencilla: porque no hay empleo y el que hay es una mierda y mal pagada, pero nunca oyes a hablar a un político (sobre todo los que ahora está en el poder, como lo hicieron los que antes estaban) de que la culpa de esta tasa de paro se debe a los empresarios. ¿Que hay gente que se aprovecha del desempleo? Pues sí. ¿Que hay empresarios que también lo están haciendo? Pues también y cada vez más, pero a ellos no se les ‘criminaliza’ sino que se les respeta y casi se les pide perdón porque les suben los impuestos mientras que se dedican a despedir a todo aquel que tenga algo de antigüedad por dos euros y a contratar a gente en ‘prácticas’ por uno.

Nadie quiere estar en el paro. Es un triste mito que alguien creó para justificar algunas cifras pero que cae por su propio peso cuando se vio que cuando este país era rico todo el mundo quería trabajar porque se ganaba más y todos queríamos mejorar El paro es una mierda y una tragedia y si no hay movimiento es porque quienes deberían hacer algo (desde los políticos a los propios empresarios) no hacen nada por mejorar, lo que provoca esa economía sumergida, ese dinero negro del que deben vivir tantas personas en este país y que, qué curioso, no sólo ayuda a los que nada tienen, sino sobre todo a los que se evitan pagar impuestos con mano de obra casi gratuita.

No digo que haya que cargar contra los empresarios (bueno, quizás contra algunos sí), pero sí que respetemos un poco más a los que no tienen empleo. Que bastante tienen con estar como están como para que encima les digan que no quieren trabajar por una miseria que ni siquiera en muchos casos cubre ni la mitad de la prestación que cobran. Y eso sin olvidar que la cobran porque se la han currado antes, porquer han cotizado durante años, que aquí parece que el dinero se regala cuando sólo se recoge un poco de todo lo que se abonado previamente al Estado.

Desde hace algún tiempo se empieza a hablar de la marcha de muchos jóvenes a buscarse un trabajo a otros países por culpa de la crisis, lo que está dando lugar a que se comience a valorar que se pueda estar originando una generación perdida de jóvenes muy preparados que deben coger sus maletas, como antes hicieron sus abuelos en muchos casos, para buscarse la vida fuera de nuestras fronteras. Hablamos de gente preparada, unversitaria, con mucha preparación y con idiomas que ve cómo su única salida es emigrar hacia unos utópicos paraísos donde, se supone, el empleo fluye y se les espera con los brazos abiertos, aunque la realidad está aún por ver, porque no olvidemos de millones de inmigrantes llegaron aquí no hace tanto tiempo pensando en ese maná que era España y se encontraron con más desierto sin nada les cayera del cielo que la tierra prometida.

Se trata, sin duda, de un verdadero drama… que tapa un drama quizás mayor: el proceso de emigración que deben hacer también muchos de sus padres para sobrevivir. Y hablo no de gente universitaria y con estudios, sino de personas de 40 ó 50 años que se han pasado toda la vida trabajando, deslomándose para que sus hijos tuvieran esas carreras universitarias y que ahora ven cómo sus vidas, sus negocios, sus sueños y sus ahorros se han ido al traste por culpa de la maldita crisis. A veces por algo de mala fortuna, otras porque creyeron que con el boom del ladrillo les llegaba su hora de comenzar a disfrutar de esa vida por la que habían luchado tanto, otros porque con la concesión de créditos fáciles pensaron que era el momento de dar el sato y montar sus propios negocios y… se han acabado estrellando. No ha sido por falta de trabajo, ni siquiera, como cruelmente se dice, por querer vivir por encima de sus posibilidades, porque nunca han dejado de deslomarse día tras día para tener lo que se merecían por su esfuerzo.

Pero la crisis –o habría que decir los mercados, los bancos, los políticos,…–no entienden de sentimientos y ahora les llega a ellos la hora de emigrar, de dejar sus casas, a sus hijos ya criados y con los estudios pagados, y marcharse a países del norte de Europa, sin conocer casi ni una palabra de su idoma, para buscar un empleo de lo que saben hacer e intentar lograr unos ahorros con los que sobrevivir, porque en España ya no pueden porque, en muchos casos, sólo por querer mejorar en la vida, se hicieron autónomos y ya no tienen ninguna cobertura. Y eso sí que es para un país perder una generación. Una generación especial, porque es la que nos dado y ha hecho el país en el que hemos vivido.

Juani y Patricio se van esta semana a Noruega, no con una maleta de cartón como la del Pepe que se iba a Alemania, sino cargada de ropa de Declathon para el frío y un montón de tristeza. Atrás dejan a sus hijos, sus negocios frustrados y un país que parece que no les quiere y que nos les importa. Pero también dejan aquí a sus familiares y amigos que, por mucho político inútil que sigamos votando, siempre les estareremos esperando a que vuelvan. Para nosotros no están ‘perdidos’, sino sólo un poco más lejos.

Me preocupa la creciente sensación de que los políticos no sirven para nada, aunque me preocupa más que estos mismos políticos no sean capaces de reaccionar ante esta situación. Conozoco demasiada gente que se dedica a la política como para saber que no sólo sí trabajan, y mucho más de lo que siempre se ha podido creer, sino que son necesarios `porque alguien debe regular y dirigir e incluso velar desde la oposición por un país, una autonomía o un simple ayuntamiento. Los políticos son necesarios, lo que sucede es que me da la sensación de que ni ellos mismos se dan cuenta y han entrado en una vorágine de juegos de poder interno que les hace olvidar que ellos están para servir al ciudadano y no al secretario general de turno de su partido.

Soy de los que no comparten como sistema ni que se asalten supermercados o bancos como hizo Gordillo en verano ni que se convoquen asaltos o rodeos contra el Congreso, sobre todo porque representa abrir una caja de Pandora muy atractiva pero de la que nunca se sabe qué hay dentro. Pero, paralelamente, defiendo, entiendo e incluso –aunque sea contradictorio con los expuesto antes– aplaudo lo que se ha hecho. Tanto  la marcha del SAT por Andalucía como los actos convocados el 25-S y posteriores tiene toda una gran carga de legitimidad moral y política, porque han servido para evidenciar la pobreza que existe en este país, en el caso de Sánchez Gordillo, y el cabreo generalizado de mucha gente ante la falta de respuestas y alternativas de nuestros representantes ante la situación que vive este país.

Pero una cosa es un gesto o dos y otra que acabe imperando la sensación de que lo que sobran son los políticos y que debe ser el ‘pueblo’ (o por qué no llamarlo la masa) el que supuestamente tome las decisiones. Eso es un juego peligroso que se debe saber controlar y, lo peor, es quien debe hacerlo, es decir los políticos, siguen sin enterarse y mirando hacia otro lado. El simple hecho de que se haya abierto el debate sobre si debe restringuir el derecho de manifestación (lamentable cómo algunos sólo entrevistan a los comerciantes afectados o vecinos enfadados como si estos sí fueran los verdaderos ‘representantes del pueblo) representa que hay quien no se quiere enterar de qué protesta la gente. Que no se trata de callarles la voz, sino de cambiar ellos, de acercarse de una vez al pueblo, de saber qué piensan y, sobre todo, de aceptar lo que opinan. Y esto sólo se podrá hacer si hay un cambio de Ley Electoral que dé más poder de elección al ciudadano y menos a los partidos, porque es triste comprobar cómo pesa más ser amigo de un secretario general para tener un futuro político que ser simplemente conocido por sus conciudadanos.

¿Para qué sirve un político? Para mucho, pero aún serviría mucho más si empiezan a saber a escuchar a la gente y no sólo a sus jefes.

Nunca he creído en los localismos salvo cuando sirven para discutir por un resultado de fútbol o, en ocasiones, si representa la llegada de una empresa o una sede administrativa a una u otra localidad por los beneficios económicos que representan, y más en estos momentos. Por eso, nunca he entendido ese falso ‘enfrentamiento’ entre Jerez y Cádiz, como si fueran dos enemigos incapaces de entenderse cuando en realidad llevan años con algo demasiado en común: sus problemas laborales, económicos y de promoción.

Por eso he lamentado que cuando llegaba el momento de aunar esfuerzos para salir de la crisis –que de éstas ha habido muchas en muchas épocas—alguien siempre se quisiera envolver en la bandera del localismo (sea jerezano o capitalino) para arañar una réditos políticos baratos de conseguir, pero muy difíciles de pagar, porque se han echado al traste más de un buen objetivo o proyecto por el simple hecho de querer capitanearlo cada uno o, lo que sería más lamentable, de pretender salir antes en la foto.

Y esto a que viene a colación pora la concesión del Premio Ciudad de Jerez a Cádiz de este año por el Bicentenario de la Constitución del Doce. Lo que a priori me parce muy justo, pero a posteriori, lamentable. Creo sinceramente que es justo reconocer lo que representó la ciudad gaditana en esa época y, de sobre manera, lo que significó La Pepa no sólo para Cádiz o Jerez, sino para toda España. Pero concretar en Cádiz ese momento histórico puede ser cuanto menos cuestionable, ya que tanto papel jugaron San Fernando o Chiclana en esa guerra y en su defensa y redacción, como parte de la población de la propia Jerez en la creación de esa Carta Magna.

Si a esto se le añade que los Premios Ciudad de Jerez tienen como objetivo (además de pagar favores, no nos engañemos, que siempre ha sido así) reconocer la labor de quienes se han esforzado por mejorar a esta ciudad, no tiene mucho sentido darle a Cádiz un reconocimiento que tampoco ha ‘aportado’ tanto a Jerez este año. Se le podía haber dado al Bicentenario como tal, tal vez, pero en el fondo tampoco porque tampoco ha dado nada a la ciudad, que lamentablemente ha vivido muy al margen de todos los actos del Doce. Pero ¿a Cádiz? Salvo para tener esa foto de las dos alcaldesas, poco más sentido le veo.

Jerez y Cádiz, Cádiz y Jerez son dos ciudades hermanas que deben entenderse y tender puentes (si es posible de forma más rápida que los de la Bahía mejor) para caminar juntas ante un futuro incierto. Pero una cosa es ser hermanas y otra hacer el primo, como se ha hecho con la concesión de un premio que muchos ‘jerezanos’ se merecían antes que por un interés político.

Pertenezco a una generación en la que cuando se hablaba, generalmente en voz baja, de
que alguien tenía una adicción ésta sólo era a las drogas y en especial a la heroína. Era el mal
de una generación entera que carcomía no sólo a quienes estaban enganchados, sino a sus
familias y allegados. Era una lacra social como, por extensión, lo era ser ‘adicto’. Sin embargo,
con el paso del tiempo eso de ser adicto se fue convirtiendo en casi políticamente correcto, ya
que uno dejaba de ser un borracho para ser un adicto a la bebida; de un juerguista a ser adicto
al sexo; de fumador a adicto al tabaco; hasta llegar ahora en el que el siempre mal visto parado
se ha convertido en un EREinómano.

Y es que gracias a Don Mariano comienzan a establecerse las consecuencias de lo que se
podría llamar una adicción al PP, a un estar enganchado a ver qué se les ocurre esta semana,
a estar preocupado por cómo nos va afectar su último recorte –por nuestro bien, eso sí– y a
todo lo que provenga de ellos y, sobre todo, estar angustiados de sus más fieles seguidores:
los empresarios. Estos sí que están enganchados, tanto que aplican los recortes antes de que
entren en vigor, no sea que no se puedan ahorrar un euro a tiempo, y con una tijera en la
mano y una guadaña en la otra, recortan y recortan con el ‘digno’ objetivo –eso que quede
muy claro– de salvar la empresa y puestos de trabajo, aunque en la práctica dé la sensación de
que lo que los únicos que van a acabar trabajando son ellos porque un día, sin darse cuenta, se
van a quedar solos de tanto despedir.

Pero lo peor es que todo se acaba siempre repitiendo y si a los adictos a la heroína de mi
juventud se les miraba primero con compasión y luego se les daba la espalda, no fueran a
ser contagiosos, ahora a los actuales EREinómanos se les empieza a mirar con una cierta
condescendencia –pobres, qué mala suerte han tenido—para comenzar a cruzar de acera
cuando se les ve acercarse no tanto porque pueda ser contagioso –que de eso todos sabemos
que nos puede alcanzar en un momento—sino porque quieran ‘algo’ de nosotros.

Son, somos, la nueva lacra social de una sociedad que vive aterrorizada por su futuro, que
asume como algo normal esa ‘adicción al PP’ y sus recortes y que se niega a querer ver en
la cara de muchos de sus ex compañeros de profesión el futuro que les puede esperar a la
vuelta de la esquina o tras el próximo consejo de Gobierno de la Moncloa. O surge un Proyecto
Hombre laboral que nos salve de esta situación y ayude a desengancharnos o, mucho
me temo, que muchos de nuestros hijos recordarán en el futuro lo que representaban los
EREinómanos como ahora nosotros nos acordamos de los heroinómanos.

 

EREinómano

Pertenezco a una generación en la que cuando se hablaba, generalmente en voz baja, de que alguien tenía una adicción ésta sólo era a las drogas y en especial a la heroína. Era el mal de una generación entera que carcomía no sólo a quienes estaban enganchados, sino a sus familias y allegados. Era una lacra social como, por extensión, lo era ser ‘adicto’. Sin embargo, con el paso del tiempo eso de ser adicto se fue convirtiendo en casi políticamente correcto, ya que uno dejaba de ser un borracho para ser un adicto a la bebida; de un juerguista a ser adicto al sexo; de fumador a adicto al tabaco; hasta llegar ahora en el que el siempre mal visto parado se ha convertido en un EREinómano.

Y es que gracias a Don Mariano comienzan a establecerse las consecuencias de lo que se podría llamar una adicción al PP, a un estar enganchado a ver qué se les ocurre esta semana, a estar preocupado por cómo nos va  afectar su último recorte –por nuestro bien, eso sí­­– y a todo lo que provenga de ellos y, sobre todo, estar angustiados de sus más fieles seguidores: los empresarios. Estos sí que están enganchados, tanto que aplican los recortes antes de que entren en vigor, no sea que no se puedan ahorrar un euro a tiempo, y con una tijera en la mano y una guadaña en la otra, recortan y recortan con el ‘digno’ objetivo –eso que quede muy claro– de salvar la empresa y puestos de trabajo, aunque en la práctica dé la sensación de que lo que los únicos que van a acabar trabajando son ellos porque un día, sin darse cuenta, se van a quedar solos de tanto despedir.

Pero lo peor es que todo se acaba siempre repitiendo y si a los adictos a la heroína de mi juventud se les miraba primero con compasión y luego se les daba la espalda, no fueran a ser contagiosos, ahora a los actuales EREinómanos se les empieza a mirar con una cierta condescendencia –pobres, qué mala suerte han tenido—para comenzar a cruzar de acera cuando se les ve acercarse no tanto porque pueda ser contagioso  –que de eso todos sabemos que nos puede alcanzar en un momento—sino porque quieran ‘algo’ de nosotros.

Son, somos, la nueva lacra social de una sociedad que vive aterrorizada por su futuro, que asume como algo normal esa ‘adicción al PP’ y sus recortes y que se niega a querer ver en la cara de muchos de sus ex compañeros de profesión el futuro que les puede esperar a la vuelta de la esquina o tras el próximo consejo de Gobierno de la Moncloa. O surge un Proyecto Hombre laboral que nos salve de esta situación y ayude a desengancharnos  o, mucho me temo, que muchos de nuestros hijos recordarán en el futuro lo que representaban los EREinómanos como ahora nosotros nos acordamos de los heroinómanos.